Artículo de opinión. En la sociedad dominicana, la maternidad continúa siendo un símbolo de entrega, fortaleza y realización personal. Sin embargo, en el ámbito laboral, ese mismo acto de amor suele transformarse en un peso silencioso, una etiqueta de “menos productividad” o una amenaza al “rendimiento óptimo”, que coloca a miles de mujeres en desventaja frente al mercado de trabajo.
Es un fenómeno tan normalizado que muchas veces pasa desapercibido, hasta que la realidad golpea: currículums ignorados, entrevistas con preguntas invasivas y despidos encubiertos bajo reestructuraciones administrativas.
Según datos del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo, en el tercer trimestre de 2022, las mujeres representaron el 41.7% de la fuerza laboral, mientras que los hombres alcanzaron el 58.3%. Además, la Encuesta Nacional Continua de Fuerza de Trabajo indica que para el año 2023, la tasa de participación de las mujeres en el país se colocaba en 52.76%, mientras que la de los hombres alcanzaba el 76.6%, es decir, una diferencia de 24 puntos porcentuales.
Detrás de esta realidad hay causas estructurales profundamente arraigadas. La primera es la concepción patriarcal del rol femenino: el imaginario colectivo todavía asocia a la mujer con el cuidado exclusivo del hogar y los hijos, mientras el hombre permanece vinculado a la provisión económica. Esta visión, aunque erosionada en el discurso público, sigue viva en los hábitos cotidianos, en las políticas laborales y, sobre todo, en la cultura organizacional de muchas empresas.
La segunda causa es la ausencia de políticas públicas robustas que promuevan una verdadera conciliación. Mientras el Código de Trabajo establece tres meses de licencia por maternidad, la paternidad se reduce a apenas tres días. Esto perpetúa la idea de que el cuidado es asunto exclusivo de la madre. Además, muchas mujeres que trabajan en el sector informal no acceden a ninguna cobertura ni beneficios asociados a la maternidad, condenándolas a una doble vulnerabilidad: la económica y la social.
La tercera es la falta de acceso a servicios de cuidado infantil públicos, de calidad y accesibles. Las estancias infantiles del INAIPI representan un avance, pero son aún insuficientes frente a la demanda. Una madre que no tiene con quién dejar a su hijo o que no puede costear un centro privado, se ve obligada a renunciar, reducir su jornada o aceptar trabajos de baja remuneración.
Las implicaciones de este sistema son múltiples y devastadoras. Se frena el desarrollo profesional de la mujer, se reduce su capacidad de generar ingresos, se amplía la brecha de género y se perpetúa un ciclo de dependencia económica que afecta también a los hijos. A nivel macroeconómico, el país desperdicia el talento y la productividad de miles de ciudadanas. En lugar de impulsar la inclusión, se alimenta una exclusión que ya no es solo laboral, sino también estructural.
¿Puede una sociedad hablar de desarrollo, innovación y sostenibilidad sin abordar de frente estas desigualdades? ¿Puede una empresa considerarse moderna si sigue penalizando la maternidad como un obstáculo en lugar de reconocerla como parte del ciclo vital que puede y debe ser integrado al sistema productivo?
Es momento de desmantelar ese prejuicio silencioso que convierte la maternidad en una carga laboral. Necesitamos un cambio profundo en la cultura empresarial, políticas de equidad real, corresponsabilidad familiar y un Estado que garantice servicios de apoyo a las madres trabajadoras.
No se trata de otorgar privilegios. Se trata de justicia. Se trata de reconocer que ser madre no debería ser una condena al olvido profesional ni una razón para cerrar puertas. Se trata de entender, como sociedad, que una nación que margina a sus madres es una nación que renuncia a su propio futuro.
Por: Mavelin Ramírez.
La autora es Project Manager, Especialista en Gestión Humana, Desarrollo Organizacional y Direccionamiento Estratégico en la Gestión Empresarial, Docente Universitaria, Comunicadora.
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